sábado, 30 de enero de 2010

Los rostros

Despertó demasiado tarde o demasiado pronto.
Lo primero que sintió fue el peso del cuerpo sobre ella, luego la oleada del nauseabundo olor del alcohol mezclado con otras hiervas.
No tenía idea de donde se encontraba pero el cuerpo que empujaba el suyo penetrándola brutalmente no se detenía y comprendió de inmediato lo que estaba sucediendo.
Una gota de sudor cayó dentro de su ojo izquierdo y automáticamente en un reflejo involuntario cerro los dos. Así se quedó no quería ver el rostro de aquel que apretaba tanto su pecho que casi no la dejaba respirar.
Pronto definió voces a lo lejos, parecían provenir de la habitación de al lado. El cuerpo del agresor la liberó, lo escuchó caminar, supuso que hacia la salida y cerrar la puerta tras él.
Escuchó a las voces que lo vitoreaban, como si el muy crápula hubiera realizado una proeza.
Continuó con los ojos cerrados no se atrevía a abrirlos, quería pensar que se trataba de una cruel y horroroso pesadilla, pero volvió a oír la puerta abrirse y tuvo que enfrentar la realidad.
Este la volteó boca abajo, con el torso sobre la cama y de la cintura hacia abajo colgando hacia el suelo, pretendiendo que ella se sostuviera con las rodillas.
Ebrio e intoxicado no logró que su cuerpo le respondiera y luego de un par de intentos se dio por vencido, se paró, la tomó del cabello tirando su cabeza hacia atrás, mirándola a la cara, luego la soltó y antes de alejarse la pateó como si ella fuera un animal.
Salió de la habitación anunciándoles a los demás que ella ya no servía, dijo que prácticamente estaba muerta.
Ella sintió un líquido caliente que comenzó a correr entre sus piernas y supo en ese momento que todos y tal vez varias veces habían estado dentro de ella, lastimándola.
Esperó unos minutos y comenzó a abrir los ojos, miró hacia la puerta. Sabía que aunque quisiera escapar, por allí era imposible, recorrió con la mirada el resto de la habitación en busca de otra salida, o aunque más no fuera un baño donde pudiera asearse de toda esa vergüenza, de esa costra que sentía sobre su cuerpo, una interminable mezcla de sudores ajenos que solo traían a su mente imágenes de lo seguramente habían hecho con ella, todos esos que se hacían llamar hombres.
Por fin halló otra puerta, seguro era el baño, pensó. Su cuerpo adolorido, débil no le respondía, luego de varios intentos fallidos pudo bajar de la cama.
Se arrastró centímetro a centímetro hacia esa puerta, tomó el picaporte con las dos manos y se colgó de él para que el peso de su cuerpo la abriera. Y se abrió.
No era el baño sino tan solo el armario. Se le agolparon todos los sentimientos en el pecho, una lágrima rodó por su mejilla, olvidando el dolor de su cuerpo y en un acto de desesperación azotó la puerta con ira.
Inmediatamente las voces del cuarto contiguo se alborotaron, sabía que se acercaban, se acuclilló, solo podía pensar en que no quería ver sus rostros, apoyó su trasero desnudo en la pared y sintió en su espalda el frío cristal de la ventana.
En ningún momento sacó la mirada de la puerta, sabía que entrarían. El picaporte se movió hacia abajo ella se inclinó hacia delante y hacia atrás con todas sus fuerza rompió la ventana.
La caída le pareció lenta casi como un vuelo, al llegar al suelo supo que parte de su cuerpo estaba sobre césped, pero parte de ella había aterrizado suavemente sobre la vereda. En ningún instante pudo dejar de pensar en que no quería ver esos rostros, aliviada de haber logrado lo que pretendía sintió cansancio, olvido el dolor y se introdujo plácidamente a un sueño reparador, con los ojos bien abiertos.

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