sábado, 30 de enero de 2010

Desdoblándome

Me quedaban pocos cuadras para llegar a casa cuando sentí el frío que se escurrió por mi espalda, ese frío que te hiela de adentro hacia afuera.

El viento silbó en mi nuca y tirité, la noche ya no me pareció una noche cualquiera, la vi más oscura que otras, con un silencio que repiqueteaba en los techos, con sonido a hojalata que se mecía constante como una música lúgubre.

Quise convencerme que la negrura de esa noche era por la época del año y ese silencio extrañamente acancionado era el habitual.

De repente, mi corazón latió en estampida, mis piernas aceleraron el paso instintivamente. Recordé a la abuela que era sabia en cosas de las noches y muchas veces había dicho:“Hay noches que son otras noches, diferentes a todas las noches.

Hay que tener cuidado con esas noches, cuando el silencio tintinea sombrío. En ellas la luna se esconde, se acurruca detrás de la niebla que a la vez la envuelve, le tapa sus resplandecientes ojos para que no vea las atrocidades de las sombras.

Sombras viejas de andar que no tienen quien las lleve colgando, deambulan solas sin un hilo conector de alguien que las proyecte, cavilan incongruentes, se esconden en la oscuridad dejando un olor a muerto milenario.

Dicen por ahí que se meten en uno, penetrándote con aroma a podrido. Ellas, hurgan almas descoloridas que acunan odios y se anidan en los cuerpos agrandándose de ira, estirando los brazos y las piernas.

Se apoderan de aquellos que viven masticando rencores, carcomiéndoles el corazón hasta que ya no son ellos mismos. Con los primeros rayos del sol emprenden la retirado dejando aberraciones inimaginables.”

El golpe seco de algún objeto que cayó al suelo me alertó arrastrándome de vuelta a la noche. Tardé un poco en ser yo misma cuando una oleada pestilente paseó por mi nariz. Seguro se volcó algún tacho de basura, me dije susurrando. Pero mis piernas independientes de mi, emprendieron una carrera loca hacia mi casa, el ululante viento helado me perseguía escarchándome el aliento agitado. A tientas y desesperada entré a casa, cerrando la puerta tras de mí en un apuro violento ante una persecución inexistente hasta ese momento.

Recostada contra la puerta exhalé un suspiro de alivio que me provocó nauseas. Tranquilicé mi palpitar queriendo despejarme de las historias absurdas de la abuela.

Una placida sensación de alegría se pintó en mi rostro incrédulo, por un instante la felicidad mustia caminó bajo mi piel llenándome de un fuerza que nunca había sido mía.

Mis pasos sonaban extraños, arrullaban un andar de otro mientras penetraba mi casa. No sé cuando deje de ser yo, quizás camino a la cocina y al entrar mis ojos se quedaron estáticos ante el plateado brillo del cuchillo sobre la mesa, no era mi mano la que lo cruzó sobre mi cuerpo y no parecía mi sangre la que estallaba salpicando la mesa, haciéndose lenta mientras recorría el plástico y petrificándose en gotas que me resultaban ajenas en un tiempo sin medida que tampoco era mío.

Lo vi todo como detrás de mis ojos que ya no eran míos, una carcajada se desprendió de mi boca mientras las sombras parapetadas en la ventana aullaban por entrar.

Me desvanecí mientras algo o alguien se escurría desde mis poros, ahogándome en un sonido que se transformaba en canción tenebrosa y todo lo invadía con un olor nauseabundo.

En vano mi mente me dijo que alguna sombra furtiva había entrado conmigo a casa, que ya no era yo sino la sombra que mientras yo me desangraba ella se pavoneaba victoriosa, engrandecida con piernas y brazos que se había alimentado de todos mis odios.

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